COMUNISMO EN CARNE VIVA

JUAN MANUEL REDOLFI

Estoy seguro de que todos, en algún momento, hemos estudiado el comunismo. Estudiamos sus filósofos, sus líderes, conocemos sus seguidores y nos jactamos de su fracaso. También hemos discutido acerca del modelo y sus réplicas en otros países, pero nos duele al ver la realidad cubana o venezolana. Lo cierto es que más me dolió escuchar el testimonio de mi compañera y amiga Ludmila Mullova.

Durante el mes de enero de este año participé del primer seminario internacional del 2020 de la Fundación Friedrich Naumann en Gummersbach, Alemania. Allí conocí mucha gente, de todo el mundo, con la que fui compartiendo historias de vida. Pero la de Ludmila me atrapó. No me fue suficiente escuchar de su infancia y adolescencia bajo el régimen comunista en tan sólo los 5 minutos del coffee break, así que le pedí que me contara en una corta entrevista lo que vivió en la Unión Soviética.

Ludmila nació cerca de Moscú y vivió 22 años bajo el comunismo. Se fue de Rusia cuando conoció a su marido. Para la caída del Muro de Berlín ella tenía 27 años. Me describió su infancia como “gris”. Me contó que cuando era chica no se preguntaba si era feliz o no, sólo contaba con la calidez de su familia. No entendía lo que sucedía a su alrededor, pero cuando fue creciendo lo entendió todo.

Me contó que su infancia estuvo rutinada por el Estado. Las mujeres iban al colegio y después tenían canto. Al llegar a su casa, debía ayudar con las tareas del hogar. Ludmila me contó que tenía que hacer colas de entre 30 y 60 minutos para conseguir pan, luego otra cola más para conseguir manteca y los domingos esperar también para un poco de leche. En invierno llegaba a hacer 20 grados bajo cero y ella, con menos de 10 años era obligada a hacer colas eternas al aire libre por un pedazo de pan.

El Estado le proveía lo básico, pero muchas veces se quedaban sin. Las familias salían a buscar comida para no irse a dormir con la panza vacía. Si querías comer algo más, algo más “sofisticado” como ella lo definió, tenías que tener conexiones con gente del Estado. «Todo se basaba en conexiones, sino no sobrevivías», me contó. Luego agregó ”Si tenías conexiones y lograbas obtener algo lindo en tu mesa, te daba felicidad”. Agregó que su mamá, cuando lograba conseguir un poco de carne, se ponía tan feliz que lloraba. Me conmovió mucho. Escuchar de alguien que vivió el comunismo alegrarse por comer algo distinto, o simplemente por tener comida en su mesa es escalofriante.

Le pregunté por cómo era la vida de las mujeres en la Unión Soviética y me dijo que era muy dura. «Las mujeres no tenían derechos, sólo más obligaciones». Las mujeres trabajaban al igual que los hombres pero toda la familia estaba en sus hombros. Cocinar, limpiar y lavar era su rutina. También las condiciones de vida eran pésimas. “Vivíamos 6 en un ambiente. No teníamos heladera, mi familia la conoció cuando pudo hacer algún contacto con alguien del Estado». “Tenias que tener amigos bien posicionados”.

La ropa la tenias que comprar del Estado, pero era horrible, me dijo. Era muy básica y si querías tener algo más lindo debías aprender a coser o ir al mercado negro. Le pregunté si era peligroso y me respondió que sí, pero que era la única manera de conseguir algo diferente, ya sea comida o ropa.

Ludmila se enteró de los gulags en Estados Unidos cuando se fue a vivir con su marido. Los libros o diarios que mostraban la realidad estaban prohibidos en Rusia. En Rusia era un secreto de Estado, nadie sabía por qué la gente desaparecía en su momento. La primera vez que escuchó acerca de las necesidades sociales de dichos campos de concentración y las atrocidades que se llevaban a cabo fue por parte de su marido. Leyó sobre los gulags cuando encontró libros en América. Me explicó que las librerías en Rusia sólo vendían libros del partido comunista.

Le pregunté, sólo para que quede grabado, qué pasaba en los gulags. Me relató que comenzaron a funcionar apenas Stalin tomó el poder. En el medio de la noche te arrestaban y te torturaban. Mayoritariamente eran presos políticos o gente con diferentes puntos de vista. “Los necesitaban para suprimir a aquellos que pensaban distinto o tenían disidencias” me dijo. Muchos fueron ejecutados. Cuando ella nació, los campos de concentración ya no operaban, pero su familia los sufrió mucho.

Me enseñó un chiste ruso: Dos prisioneros están detenidos y uno le dice al otro, “¿Vos qué hiciste?” Le responde: “Nada”. Y el otro contesta «No puede ser, por hacer nada te dan pena de 20 años, a vos te dieron pena de muerte». De gracia no tiene nada.

Con respecto a la educación, ésta estaba totalmente tomada por el Gobierno, llena de propaganda y politizada. Los libros con los que estudiaban eran del partido comunista. Era un gobierno muy autoritario y el régimen de conducta era muy estricto. Debías seguir el lineamiento que el partido le daba a cada materia

Para ir cerrando la entrevista, le pregunté qué es lo peor del comunismo, me respondió: «Lo peor del comunismo no fue comer pan y manteca, con eso se puede sobrevivir.  Lo peor fue vivir mi infancia y adolescencia con miedo, tenía que fingir que vivía bien para vivir en paz». Después le pregunté qué le diría a una persona de 20 años que pregona comunismo. Se tomó cinco segundos de pausa y se le llenaron los ojos de lágrimas. «No se lo deseo ni a mi enemigo. No existe el buen comunismo». Luego continuó: “Puedes idealizarlo, pero cuando te toca vivirlo…”. Hubo un frío silencio en el salón, después Ludmila repitió: “No se lo deseo ni a mi enemigo”

Para Ludmila, su infancia y adolescencia bajo el comunismo sigue siendo una herida abierta. Y hablar con ella de esto la hizo sangrar. Ludmila cerró con voz entrecortada y casi en lágrimas: «El comunismo es la violación de la mente humana».

Por Juan Manuel Redolfi, estudiante de Licenciatura en Economía en la Facultad de Ciencias Económicas y Estadísticas de la Universidad Nacional de Rosario y coordinador de Grupo Joven de la Fundación Libertad.

 

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